Hoy vamos a hablar sobre una de las leyendas más interesantes que han formado parte de la cultura canaria en un momento crucial de su historia, la conquista y ocupación de la isla de Tenerife.



En el momento de su conquista, a Tenerife se la conocía con el nombre de Planasia, la “isla errante”, un topónimo de origen griego frente al resto de denominaciones isleñas que son claramente de origen latino. Tal denominación se debe a que era la isla con mayor extensión de terreno y habitantes («latitudo Planasiae referta mortalibus«, así la describe Alfonso de Palencia, cronista del siglo XV que narró la conquista). Algunos investigadores opinan que esta designación estaba en estrecha relación con las erupciones volcánicas del Teide, resultando de esta idea una especial vinculación entre la actividad telúrica y su significado de isla flotante.
Es cierto que el Teide ha constituido un motivo obligado de referencia en la descripción del Archipiélago, predominando ante cualquier otra simbología isleña, pues, admirado y mitificado, ha despertado la curiosidad de cuanto viajero arribaba a nuestras costas. Palencia en su descripción del famoso pico, a diferencia de los autores clásicos, quienes solían pintarlo cubierto de nieve, nos transmite la imagen espantosa de una cumbre altísima, de difícil acceso y de la que brota continuamente un fuego infernal. Esta asociación de Tenerife con el vocablo “infierno”, que aparecía ya en la cartografía medieval, así como en los relatos de viajes y en los informes oficiales de la época, se mantiene en las noticias que tenemos sobre la isla en la centuria de su conquista, aportadas principalmente por los cronistas e historiadores. Así, por ejemplo, fray Alonso de Espinosa escribe “Con todo esto conocían haber infierno, y tenían para sí que estaba en el pico de Teide, y así llamaban al infierno Echeyde, y al demonio Guayota” (Historia de Nuestra Señora de Candelaria, 1952, p. 35), haciéndose eco de esta asociación al exponer la creencia guanche que situaba al demonio en el Teide.

Volcán de Pico Viejo o Chahorra (Narices del Teide)
La asociación de Tenerife con el vocablo “infierno” responde a la creencia guanche que situaba al demonio en el Teide.
Otro aspecto interesante de la nesominia canaria reflejado en cronistas como Palencia es el nombre que se emplea para designar al conjunto de islas del Archipiélago, donde observamos tanto el nombre genérico de Fortunatae Insulae, como el apelativo de Canaria, que aparece ya en los autores clásicos (Plinio, Historia Naturalis, VI, 199-205) y que, aunque en un principio es aplicado a Gran Canaria, con el tiempo dará nombre a todo el Archipiélago. Contrariamente a la creencia difundida de que el nombre de Canaria se debe a la abundancia de perros de gran tamaño (canis “perro”), su nombre vendría determinado por ser habitada por los Canarii, pueblo del sur de Marruecos situado frente a Canarias (M. Martínez, Las Islas Canarias en la Antigüedad clásica. Mito, Historia e imaginario,, 2002).
En cuanto al nombre colectivo de Afortunadas, expresión mítica de origen latino dada a las Islas Canarias desde antiguo, se atribuye no sólo a las cualidades y bondades de la tierra, sino también a su ubicación geográfica que va a servir como punto de apoyo para expediciones más lejanas. Situadas frente a la costa de Mauritania, las islas ofrecían una navegación más segura hacia las costas de Etiopía y Libia, donde se encontraban las minas de oro codiciadas por castellanos y portugueses, quienes supieron comprender el valor de estas tierras como base desde la que se podría controlar toda la costa conocida. Pero, además de resultar un refugio seguro para las naves, las islas ofrecían una gran cantidad de recursos naturales que permitían el abastecimiento de la flota y el comercio con los mercados europeos, como es el caso de la abundancia de madera en Tenerife o el comercio de la orchilla, un material sumamente útil para el teñido de las telas, aunque, sin duda, el bien más preciado continuaba siendo la venta de esclavos, que, desde antiguo, representaba un lucrativo negocio para piratas y mercaderes, y que, en época de la conquista, fue un negocio legal que enriqueció a capitanes y, cómo no, a la Corona.

Los aborígenes canarios eran una mercancía muy solicitada en los mercados europeos y peninsulares, especialmente en los de Sevilla, Valencia y Mallorca. Una de las respuestas a la necesidad de justificar la captura de esclavos canarios fue la consideración de sus habitantes como “bárbaros”, lo que supuso el mayor trasvase poblacional de la historia.
Según el testimonio de Palencia, los dueños de Planasia eran feroces guerreros (cum barbaris illis Planasiam possidentibus), cuya esclavitud sobrellevaban con arrogancia más que con sometimiento (capiuntque incautos ad servitutem quam superbe nihilominus quam debiliter subeunt), y a los que ni el varón de fe más encendida pudo convertir al cristianismo.
En líneas generales, la visión de los cronistas e historiadores que narraron la conquista de las Islas, y en particular la de Tenerife, nos deja la imagen de una isla de grandes dimensiones, poblada de grandes bosques y feroces guerreros, envuelta en antiguas tradiciones, donde el bien más preciado fue, sin duda, sus habitantes.
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